CIUDADANÍA COMPROMETIDA13

No se salva ni la Monna Lisa: ¿Por qué activistas climáticos atacan obras de arte?

La visión del museo como espacio ajeno, desconectado de una realidad sujeta a una amenaza inminente, lleva a estos colectivos a considerar sus contenidos como instrumentos para su causa.

POR BRUNO RUIZ-NICOLI (TRAVELER)

Ante la estupefacción del público, dos jóvenes, dos activistas climáticos, lanzan líquido negro sobre un Klimt, sopa de tomate sobre un Van Gogh, o puré de patata, o de guisantes, sobre un Monet y, a continuación, se fijan con pegamento al muro o al marco del cuadro. La escena se repite con ligeras variaciones en museos de Viena, Londres, Milán, La Haya, Canberra, Potsdam, Florencia y Madrid. Una vez adheridos, los activistas tratan de emitir un mensaje en torno a la crisis climática. Los vigilantes de sala bloquean los intentos de grabación y elevan la voz para silenciarles.

Las obras, en su mayor parte protegidas con vidrio, no han sufrido daños. Sin embargo, el impacto viral de estas actuaciones hace temer que los activistas no se detengan. Quienes les oímos lanzar el reto: ¿qué es más importante, el arte o la vida?, sentimos un desconcierto que nos lleva desde el rechazo al deseo de entender qué razones les proporcionan su irracional convicción.

Comprendemos la urgencia ante la inacción que emana de foros como el Cop27. Pero ¿por qué atentar contra una obra de arte? Y surge de nuevo la vieja cuestión que se repite cada vez que una ideología atraviesa la línea roja de la palabra: ¿se puede llegar a justificar el vandalismo?

Parece claro que ciertos “filántropos” californianos como Aileen Getty o Rory Kennedy, que financian con cifras millonarias la organización Climate Emergency Fund, no han dudado en contestar a esta cuestión en sentido afirmativo. Es de esta ONG norteamericana de donde parten los fondos que apoyan Just Stop Oil, basada en el Reino Unido, Letzte Generation en Alemania y Austria, la italiana Ultima Generazione o la organización Futuro Vegetal, que ha reivindicado la acción ocurrida en el Prado.

Se podría considerar que Just Stop Oil lidera el movimiento en una red que recuerda las conspiraciones cinematográficas. La ONG cuenta con una web en la que anuncia abiertamente sus iniciativas: cortes de carreteras, manifestaciones o ataques contra sucursales bancarias. Su objetivo es detener cualquier desarrollo, licencia o inversión relacionados con combustibles fósiles en el Reino Unido. Es la única vía para asegurar nuestra supervivencia, afirman.

Phoebe Plummer, de veintiún años, que lanzó sopa de tomate contra Los girasoles de Van Gogh, ofreció unos días después una sesión de Zoom a través de las redes sociales de la ONG para explicar por qué había llevado a cabo la agresión. Planteó el mismo argumento que articula Samuel, que se adhirió al marco de La maja vestida, en la cuenta de Futuro Vegetal: nada es suficiente para llamar la atención de los medios sobre su causa.

En un video de Instagram, Samuel va más allá y vincula la acción con las acciones de vandalismo llevadas a cabo por las sufragistas a principios del siglo XX. En 1913, en defensa del voto de la mujer, este colectivo atacó trece obras de maestros prerrafaelitas en el Manchester Museum of Art y la Venus del espejo de Velázquez en la National Gallery.

Mary Richardson, que mutiló la Venus de Velázquez con un cuchillo, infligiendo graves daños al lienzo, justificó su acto en términos muy similares a Phoebe, que lanzó la sopa de tomate a unas salas de distancia: “Soy sufragista y ustedes pueden conseguir otra obra de arte, pero no otra vida (en referencia a la encarcelada líder del movimiento: Emmeline Pankhurst)”.

Pur contra un Monet en el Museo Barberini de Potsdam Alemania

Pero no es necesario ir tan lejos para encontrar inspiración. En mayo de este año, un joven disfrazado con peluca se acercó a la Mona Lisa en el Museo del Louvre y lanzó una tarta sobre el lienzo que, afortunadamente, estaba protegido por un vidrio. “Piensen en la Tierra. También está siendo atacada”, dijo.

La obra de arte como objeto simbólico, es decir, como hecho cultural que representa un momento histórico, ofrece claras ventajas a los activistas climáticos. Se trata de un objeto de propiedad pública (nunca se ha atentado contra museos privados), frágil, y ubicado en un entorno que ofrece una visibilidad inmediata. La estrecha vinculación del público con la imagen y el pintor (Van Gogh, Monet, Goya) la humaniza para una gran parte de la sociedad. Por ello estas acciones, sin llegar a ser cruentas, hieren nuestra sensibilidad mucho más allá que un ataque a una sucursal de banco o un corte de carretera.

No es sorprendente que el grupo italiano y alemán reciban el nombre Última Generación. La visión del museo como espacio ajeno, desconectado de una realidad sujeta a una amenaza inminente, lleva a estos colectivos a considerar sus contenidos como potenciales rehenes, instrumentos para su causa.

Lejos quedan los actos de demencia propios del siglo XX. El ataque a La Piedad de Miguel Ángel al grito de “Yo soy Jesucristo” de Laszlo Toth, la mutilación de La ronda de noche, o el vandalismo en serie del alemán Hans-Joachim Bohlmann, que atentó contra 50 obras de arte, pertenecían al ámbito de lo patológico. Los ataques que financian los millonarios donantes de la Climate Emergency Fund están coordinados y dirigidos a un objetivo mediático.

Directivos de 92 museos, entre los que figura Miguel Falomir, director del Museo del Prado, han emitido un comunicado en el que se alerta del potencial daño de futuros actos de vandalismo. Se afirma que los activistas subestiman la fragilidad de estos objetos, que podrían sufrir daños irreparables, y se enfatiza la importancia de los museos como espacios de diálogo social.

Pero, como ya se ha puesto en práctica, y sin extremar la comparación con los aeropuertos tras el 11S, es inevitable que las medidas de seguridad y de vigilancia se incrementen. Esto supondrá una mayor protección de las piezas, pero también convertirá los museos en espacios de tensión. Las condiciones de visita en un entorno alerta, bajo amenaza, se verán afectadas. Es de suponer que no ocurrirá así en el museo de la Fundación Getty, en Malibu, donde se expone la colección de la familia de una de las donantes al fondo de emergencia, construida durante décadas de explotación petrolífera.

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